Por Javier Goñi, miembro del Comité del 61° Coloquio de IDEA
Durante décadas, la Argentina se debatió entre ciclos de euforia y crisis, donde la competitividad parecía depender casi exclusivamente del tipo de cambio. El dólar alto funcionaba como atajo: abarataba costos e impulsaba exportaciones, pero a costa de cerrar la economía y postergar las reformas estructurales. Esta claro que este esquema, útil en el corto plazo, nunca logró sostenerse en el tiempo.
Hoy la discusión es más profunda: la competitividad no significa solo precio, sino la capacidad de producir bienes y servicios que cumplan estándares internacionales de calidad, al menor costo posible, con innovación y eficiencia. Es lo que permite atraer inversiones, generar empleo, mejorar la productividad y, sobre todo, crecer de manera sostenible.
Sin embargo, los números muestran lo lejos que estamos de esa meta. En el último ranking de competitividad global del IMD, la Argentina ocupa el puesto 62 sobre 69 economías. Si bien hemos mejorado levemente respecto de años anteriores, seguimos en la parte más baja de la tabla, solo por delante de Venezuela en la región. Ese dato resume la magnitud del desafío.
Estado y empresas: un equilibrio necesario
La competitividad es una carrera en dos andariveles que deben avanzar en paralelo. El Estado tiene responsabilidades indelegables: estabilizar la macroeconomía, simplificar un sistema impositivo – que hoy asfixia-, asegurar la infraestructura logística y energética, y garantizar un marco regulatorio claro y previsible. Si esos pilares no existen, ninguna empresa puede sostener su crecimiento en el tiempo.
Pero también es cierto que, aunque el Estado avance, de nada servirá si las empresas no se comprometen a competir de verdad. Y aquí está el foco que queremos proponer desde IDEA: lo que podemos y debemos hacer desde el sector privado.
No alcanza con esperar condiciones ideales para movernos. Ser competitivos hacia adentro implica innovar en procesos y productos, apostar a la digitalización, invertir en talento, abrirse a los mercados internacionales, mejorar la gestión de costos y adoptar estándares de calidad globales. En definitiva, animarnos a correr riesgos, modernizarse y jugar en las grandes ligas.

El costo de operar y el “costo argentino”
Es innegable que en la Argentina el costo de operar es alto. La logística ineficiente, la burocracia excesiva, la baja profundidad del sistema financiero y la pesada carga impositiva nos ubican muy por debajo de países vecinos. Transportar mercancías en rutas deterioradas, lidiar con trámites interminables, afrontar costos laborales no salariales muy altos o financiar proyectos con tasas impagables incrementa los costos y resta competitividad.
Pero hay un riesgo: quedarnos atrapados en la queja. El “costo argentino” es real, pero no puede ser excusa para no avanzar en lo que sí está a nuestro alcance. Empresas de distintos sectores —desde tecnología hasta agroindustria— han demostrado que, aún en contextos adversos, es posible innovar, exportar y ganar mercados internacionales.
Secuencia, tiempos y consensos
Un punto central es la coordinación. Si el Estado abre mercados sin resolver antes por ejemplo los cuellos de botella logísticos, se debilita el entramado productivo. Si las empresas avanzan sin previsibilidad macroeconómica, el esfuerzo se diluye. El orden de los factores altera el producto.
Por eso, se requiere una hoja de ruta clara, con prioridades bien definidas, consensuada entre el sector público y privado, que combine consistencia con una secuencia adecuada. No se trata de prometer reformas mágicas, sino de construir un camino que dé certidumbre y aliente la inversión.
Competir para crecer
En octubre, el 61° Coloquio de IDEA en Mar del Plata pondrá la competitividad en el centro de la agenda. No como un concepto abstracto, sino como un desafío concreto para empresarios, sindicalistas y políticos. Porque solo si somos competitivos podremos crecer, generar empleo de calidad y ofrecer un horizonte de desarrollo real a los argentinos.
La conclusión es clara: el Estado tiene que hacer lo suyo, pero las empresas también. La competitividad no se decreta: se construye con inversión, innovación y visión estratégica. El futuro no depende únicamente de esperar condiciones favorables; depende, sobre todo, de que estemos dispuestos a competir de verdad.