50º COLOQUIO ANUAL DE IDEA / Jueves 23 de octubre de 2014
José Nun
Valores y democracia

No sólo nos cuesta naturalizar valores propios de ciudadanos democráticos. Por añadidura nos han enseñado una historia muy distorsionada. Se nos ha dicho, por ejemplo, que el 25 de mayo de 1810 nació la Argentina, cuando en esa época “Argentina” era sinónimo de la provincia de Buenos Aires, cabeza de la Confederación de las Provincias Unidas del Sur.

La Revolución de Mayo fue una revolución que se hizo sin teoría, a diferencia de las revoluciones de los Estados Unidos, Francia e Inglaterra.

Al llamado "Cabildo Abierto" del 22 mayo de 1810, sobre 40.000 habitantes, fueron invitadas 400 personas de tez blanca que vistieran frac o levita. Asistieron 250 y ése fue el cabildo abierto.

La Asamblea del año XIII abolió la esclavitud pero, en relación a lo no legislado, mantuvo vigente el Antiguo Derecho de Indias que, pese a las reformas borbónicas “liberales”, estaba permeado por el absolutismo y las facultades extraordinarias.

Desde entonces, se sucedieron dictaduras y gobiernos personalistas que se ampararon discursivamente en la filosofía liberal. Rosas decía en 1844 que, por sus convicciones, no estaba de acuerdo con su reelección pero que no tuvo más remedio que aceptarla. Algo parecido pasó con Perón, que se pronunció contra las reelecciones antes de que las adoptara la Constitución de 1949. Esta distancia entre el lenguaje de las palabras y el lenguaje de los hechos alentó el caudillismo y llevó por fin a la que Alberdi llamaba la única “república posible” entre nosotros: una monarquía constitucional con ropaje republicano cuyo hiper presidencialismo supera al de EEUU y fue la base del estado conservador oligárquico.

Después, instaurado el sufragio universal masculino, Yrigoyen inauguró el ciclo de los populismos, en los cuales el líder se atribuye la voz del pueblo. Fue derrocado en 1930 y desde entonces hubo 13 golpes militares. Para advertir mejor las huellas profundas que han venido dejando estos procesos, vale recordar que somos una sociedad muy joven. La Argentina sólo se consolida como tal hacia 1880. Es decir que transcurrieron escasos 134 años y una figura tan contemporánea como Perón nació hace 119…

Más aun: hemos tenido 35 años de regímenes militares y 19 en los cuales estuvo proscripto el partido mayoritario, al tiempo que llevamos nada más que 31 años desde el retorno de la democracia en 1983. Dados los antecedentes mencionados, no sorprende que se trate de una democracia de muy baja calidad. Es una democracia “procedimental” en tanto las autoridades se eligen periódicamente por el voto. Pero no asegura un buen gobierno porque no se respetan los requisitos que una democracia procedimental debe satisfacer: estricta separación de poderes; dirigentes incorruptibles, de un alto nivel y que no traten de perpetuarse en el poder; una burocracia muy bien capacitada y con un gran sentido de sus obligaciones; una ciudadanía educada, que tenga satisfechas sus necesidades y se halle a salvo de “los ofrecimientos de fulleros y farsantes” (Schumpeter); etc. Sin esto, como prevenían Jefferson o Tocqueville, la democracia procedimental tiende a convertirse en un “despotismo electivo”.

No tengo dudas de que Raúl Alfonsín era republicano. Pero bastó que llegara al poder para que se ilusionara con un Tercer Movimiento Histórico, centrado en su figura. No es casual que rompiese con la centenaria tradición radical de que el presidente de la Nación no pudiera ser presidente del partido, para que éste lo controlase. Recordemos que el jefe del bloque de diputados de la UCR, César Jaroslavsky, se declaró "un soldado incondicional de don Raúl", con un fervor comparable al que hoy manifiesta la diputada cristinista Juliana Di Tullio.

Cuando llega Menem al poder e inicia las privatizaciones, una revista le pregunta si esto no contradecía sus promesas electorales y responde: "Si yo hubiera dicho lo que iba a hacer, no me votaba nadie". Tampoco salió nadie a la calle para repudiarlo.

¿Qué mejor evidencia de personalismo que las "candidaturas testimoniales"?. Es como si un empresario pidiera que le pagaran por un producto que se sabe que no va a entregar.

También esto se naturalizó sin un excesivo escándalo.

Hace 12 años que rige la Ley de Emergencia Económica y los superpoderes le permiten al Ejecutivo modificar a su gusto las partidas del presupuesto, una prerrogativa inalienable del Congreso. Los decretos de necesidad y urgencia han proliferado en los últimos años sin hacer honor a su nombre ni al propósito que llevó a incluirlos en la Constitución de 1994.

Casi nos hemos acostumbrado a considerar una travesura algo tan grave como que el Indec falsifique sistemáticamente las estadísticas o las oculte o deje de relevar los datos sobre la pobreza.

Demos un paso más. El buen político tiene un instinto de poder que se supone que usará para promover el bien común. Sólo que cuando ese instinto es guiado por la vanidad personal, se convierte en borrachera de poder y desemboca en los que Max Weber consideraba los dos pecados capitales de la política: la falta de objetividad y la falta de responsabilidad. Esto lleva a no rendir cuentas, a la no transparencia e inevitablemente a la corrupción, es decir a lo que ya Montesquieu consideraba la muerte de la república. ¿Cómo cambiar todo esto? Si insistí en la continuidad histórica de procesos de concentración de poder que tantos toman por naturales es para subrayar la enorme dificultad de la tarea. Es más fácil modificar una Constitución que cambiar una cultura.

Creo que debemos tener claro es que el principal valor que está en juego es la responsabilidad. Sin que esto sea plenamente asumido por el oficialismo y la oposición, la invocación de otros valores como la igualdad, la libertad o la justicia amenazan quedar en pura moralina. Es más: por sí solos, los valores son muy débiles frente al poder económico y al poder político, especialmente si a esto se le añade el miedo.

Claro que nunca sabremos si es posible cambiar esta cultura si no lo intentamos. Hay que empeñarse a fondo en lograrlo y hay que hacerlo sin elitismos, dándole la palabra al pueblo que muchas veces no tiene más alternativa que aceptar a los caudillos. Sobre todo, no deploremos en general lo que aceptamos en particular. Para que haya corrupción tiene que haber corruptos y corruptores. Desde el siglo XVII resuena la advertencia de Bossuet: “Dios se ríe de quienes se quejan de las consecuencias mientras promueven las causas que las provocan”.

Como solía repetir Antonio Gramsci, al pesimismo de la inteligencia contrapongamos el optimismo de la voluntad.